Diego Rivera: El feroz defensor del pincel

DIEGO RIVERA: EL FEROZ DEFENSOR DEL PINCEL 

Al comenzar sus murales en Radio City vuelve a ser el centro de una encendida polémica 
-La imagen del hombre trabajando y una entrevista en la que expone su filosofía del arte y describe las cosas que le inspiran.

Por ANITA BRENNER  

DIEGO RIVERA vuelve a ser el centro de una encendida polémica, y probablemente su nuevo trabajo en el edificio RCA del Rockefeller Center provoque otra. Y es que la historia de su vida y la historia de su obra es una historia de controversias, en la que, como Bernard Shaw, acumula cabelleras y gloria, y, como en el caso de Shaw, el tiempo destripa sus dragones y confunde el asunto…”. 

Para cientos y quizá miles de personas Rivera se ha convertido en una Causa y ellos en un ejército de defensa. Los nuevos conversos que entran en las filas a través de plataformas, emisiones de radio y la página impresa engrosan las multitudes excitadas que empujan a diario en el patio del Instituto de Arte de Detroit, donde los murales de Rivera, ahora bajo fuego, se pueden ver. Esta obra despierta en todos los espectadores cierta intensidad de emoción y demasiada vociferación, de modo que, si las palabras fueran balas, estos muros estarían ya arrasados hasta quedar irreconocibles, pero antes habría habido una matanza considerable.  

La era científica que va a predecir y glorificar en la pared principal del edificio de la torre de la RCA separa a Diego Rivera de la melena alborotada y la corbata exclamativa que caracterizaban al artista en otros tiempos. Ha dejado el uniforme bohemio que pudo haber llevado en los cafés madrileños de su juventud a la memoria de sus amigos; y su vida, que abarca el cambio de las décadas teñidas al presente tenso y vertiginoso de un mundo condicionado por la electricidad, representa también la emancipación del artista de su estudio, y da alguna noción de la función del artista en el futuro, sirviendo a la industria y a la ciencia como en otros días Leonardo y Cellini sirvieron a los Borgia y a Dios.  

Ha dejado, también, en los primeros años de su década como muralista, la pintoresca armadura en la que, como miembro del ya famoso Sindicato de Pintores, Escultores y Obreros Intelectuales, peleó sus primeras batallas a favor del Renacimiento mexicano. La prueba de la victoria es la difusión del movimiento muralista desde Ciudad de México hasta Nueva York, pasando por California, pero Rivera ha cedido a otro ambiente su enorme Stetson negro, su pesada camisa caqui, su gran bastón y sus cartuchos y pistola, así como algo más de cien libras de formidable fuerza.  

Dice que su mujer y Marx le curaron de la imaginación que en otros tiempos construía alegres y lógicas pirámides teóricas y le llevaba a aventuras imposiblemente creíbles por todos los rincones del globo, incluido el reino de los muertos y deteniéndose cerca de la Luna y Marte. En el caos ordenado encerrado por el acero y el hormigón de la RCA, pivote de Radio City, Rivera se funde con los yeseros, los capataces ocasionales, los obreros a horcajadas sobre vigas e izando pesos y martillando, cincelando, raspando, el aire lleno de polvo y alboroto.  

La “ covacha ” de RIVERA, en el campamento de los ingenieros, en el mezanine, se asemeja a la casita de armazón del dibujante de planos de cualquier gran obra de construcción, y en su interior, con sus jarras de agua destilada, sus rollos de papel, su armario lleno de botellas y cajas y su tosca mesa cubierta de planos de dibujantes y de instrumentos de delineante, está tan lejos de la romántica alcoba consagrada al arte como la obra misma lo está de la isla del Mar del Sur de los refugiados de la era de las máquinas; más cerca, en espíritu, de los ajetreados talleres en los que se hizo el Renacimiento italiano.  

El maestro -que en español significa el jefe de obras, el maestro zapatero, el maestro albañil, el sastre experto (trabajador cualificado, en resumen), así como el maestro pintor y el maestro músico y profesor- debe ser identificado como el gran hombre sentado en lo alto de un tablón sostenido por andamios de acero, con un pincel o un lápiz de color en las manos, y también por el pequeño congreso de admiradores y observadores con pases en las manos que contemplan respetuosamente su figura y conversan animadamente con él, pues Rivera nunca ha dejado de tener un público fiel y entusiasta, en su mayoría jóvenes. Ocho, doce, catorce horas al día. Su mujer se queja de que su comida y su cena se enfrían en el tablón a su lado, y una vez, en una gran obra, trabajó tanto tiempo que cayó exhausto del andamio y se hizo un fuerte daño.  

En un restaurante, por su aspecto romano y su estampa de hombre acostumbrado al público, se le tomaría por un senador o una estrella de la ópera. Al cruzarte con él por la calle, pensarías que lo más probable es que fuera un inventor. De cerca, la mezcla de sangres que corre por sus venas y la trama cosmopolita de su vida podrían darte alguna pista sobre el conjunto: la complexión suave y grande y la papada de un italiano; la lengua rápida y verosímil y el aire escolástico de un español; la piel y las manos pequeñas y cuadradas de un indio mexicano; los ojos audaces, inteligentes y cautelosos de un judío; los modales fáciles y el rápido interés de un hombre culto y curioso; los silencios de un ruso y de un hombre de intelecto; el matiz de melancolía del animal humano sensible en algún zoológico incomprensible; y lo que Rivera tiene de único, un generoso tipo de encanto, un ingenio engrasado y una manera de encajar sus nociones con su público que da a cada oyente un estatus de individuo. No tiene nada, insiste, de anglosajón. 

RIVERA dice que si tuviese que volver a vivir, y pudiese elegir entre otras profesiones, seguiría siendo pintor, porque, aunque lo que más le fascina es la ciencia industrial y no admira nada tanto como una máquina, siente que él mismo puede funcionar, en su trabajo y con su mente, con la precisión y la eficacia de una máquina, y sin “el peso muerto del capital invertido”. Para él, Estados Unidos expresa su fuerza creativa y su sentido de la belleza a través de las máquinas y de la investigación científica que las crea: “en general, toda la creación de la ingeniería americana, que es la verdadera expresión artística del genio de esta parte del mundo”. Aunque la mayoría de la intelectualidad estadounidense sigue negando este hecho”.  

Una obra de arte que no esté hecha “exactamente según las mismas leyes que una máquina es una mala obra de arte”. *** Belleza y mecánica son sinónimos. Afortunadamente, este axioma empieza a hacerse sentir en la obra de algunos arquitectos, muchos fotógrafos y cinematógrafos, y algunos pintores -Marin, Benton, Robinson, Billings, Miller, Ben Shahn, Nash, Wanda Gag, Stuart Davis, William Siegel y otros que no puedo enumerar, pero de cuyo valor estoy seguro”. 

Rivera espera y cree que el ideal americano de belleza es “el puente de Washington, un trimotor, un buen automóvil o cualquier máquina eficiente ***, lo que no significa ‘influencia’ sino poder creativo”. Felizmente”, añade, “el ideal de belleza que encierran las galerías de arte y los anticuarios es, espero, el ideal de una minoría, bajo la influencia de lo peor del mal gusto europeo”.  

En cuanto a las bellezas humanas, no cree que las estrellas de cine representen el ideal americano, “a menos, claro está, que se incluya a Mae West, que es la máquina de vivir más maravillosa que he conocido -desafortunadamente sólo en la pantalla- y que comparte el genio de Charlie Chaplin”.  

En cierto modo, considera parte de su trabajo interpretar lo americano para los americanos, y por América entiende el continente. El papel preponderante que desempeñan las ideas en todos sus murales indica que, aunque si volviera a vivir su vida, lo haría todavía como pintor, el filósofo pilota su motor intelectual. Busca, según dice, expresar la emoción que le produce el ritmo de la vida universal, “poniéndola enteramente al servicio de mi clase los obreros -porque sirviendo a mi clase me sirvo a mí mismo”. 

Rivera considera que si su obra no tuviera valor estético fuera de las ideas que en ella se expresan no recibiría “encargos de quienes, naturalmente, no están interesados en hacer propaganda”; pero dice también que el valor estético de una obra de arte existe en proporción directa a la intensidad de su contenido político-social.  

“Éste”, explica, “es el resorte que mueve al artista, y cuanto más fuerte sea el resultado, mejor; pero tal obra contiene también una expresión proporcional del ritmo armónico universal que es lo que llamamos belleza, y esto permanece por encima de los diferentes modos dialécticos de sus contenidos político-sociales. Por eso tenemos la sensación de belleza con los maravillosos dibujos de las cavernas neolíticas y con las obras de arte surgidas de teogonías político-sociales que ya nada tienen que ver con nosotros.

“Pero aquella obra de arte que contenga más compleja e intensamente la expresión de nuestras propias fuerzas político-sociales, y logre expresar, además, el ritmo universal, será más valiosa para nosotros que cualquier obra de arte del pasado. Y, naturalmente, será atacada por todos aquellos que representan la detención y el retroceso dentro del proceso histórico de nuestros días. 

Aunque la era moderna lo ha convertido en un marxista hegeliano, si Rivera hubiera vivido hace trescientos o mil años seguiría siendo un filósofo. El suyo es el tipo de mente que debe tener orden en el universo.
Son las cualidades derivadas de su afán por organizar y ordenar el mundo en su mente las que han alimentado la fama de su obra: su poder de organizar formas complejas y numerosas en un todo coherente a gran escala, alabado como genio de la “composición” y, paralelamente a este orden formal, su estructura de ideas, expresadas realistamente, como un pictograma, pero conteniendo como un jeroglífico implicaciones abstractas que encajan una filosofía, y tras ella un todo metafísico. 

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